sábado, 27 de marzo de 2010

ÉL QUERÍA ESTUDIAR

Ezequiel, El Moliendas, estudió por libre el bachiller en su pueblo. El muchacho salió listo. Lo mismo calculaba, con sólo mirar, los sacos necesarios para portear un muelo de trigo, que citaba de memoria a todos los soberanos de España y los hechos de sus reinados. Quizá por eso perdía el sueño cuando se imaginaba mayor sobre la esteva del arado, careando rebaños o consumiendo su vida al runrún cansino del molino familiar. Se propuso seguir estudiando, aunque para ello tuviera que salir de Villalpáramo.

Los padres, con pesar, accedieron a sus pretensiones. Juntaron trescientas pesetas, compraron el billete para el coche de línea y, casi llorando, despidieron al chico en la plaza. Era octubre. Las uvas ya estaban maduras.

Ezequiel llegó a Madrid con la ropa de los domingos y la eterna maleta de madera color caqui, atada con un cordel de bramante trenzado. Le dejó sin respiración el fuerte olor a humo de los coches y el mal aliento de las alcantarillas. Para bien, algunas señoras olían a perfumes y maquillajes, de esos que despiertan todos los apetitos. En los cines de estreno se anunciaba la película El calor de la noche, y pronto se hablaría del asesinato de Martin Luther King. Aquel Madrid le pareció grande, pero escaso de trato y lleno de apuros. Hasta los gatos miraban con deseo las sardinas pintadas en los escaparates de las pescaderías. En esa espesura tuvo que abrirse camino el recién llegado.

Encontró una pensión en el Puente de Vallecas por tres mil pesetas, todo completo, pero sin ducha caliente ni brasero. No le importó. No estaba acostumbrado a bañarse, y cuando llegara el frío estudiaría como siempre, en la cama o arropado con una manta.

Al día siguiente recabó información en algunas academias. Las clases, los libros y la matrícula le iban a costar otras dos mil pelas. Cinco mil en total; aparte locomociones y más gastos. Era demasiado. Difícil conseguir tanto.

Después de mucho indagar, encontró trabajo en las oficinas de unos almacenes. Ocho horas, cuatro mil pesetas. Ya tenía para vivir, pero no para estudiar. Él quería ser perito mercantil. ¿Cómo ganar lo que faltaba? Intentando sacarse un sobresueldo a deshoras, de guarda o de lo que fuese, preguntó a los serenos y en las tahonas, en construcciones y discotecas, en cines y en casas de juego. ¡Nada! Sus pesquisas no hallaban respuesta. Empezó a sentirse mal. Perdió el apetito, el sueño y hasta la sonrisa.

Los días pasaban como trenes vacíos. El plazo para la reserva de matrícula llegaba a su fin. No olvidaba las recomendaciones que le hizo su madre antes de salir de Villalpáramo.

—Si necesitas algo, lo pides. No pases calamidades, hijo, que de eso ya tenemos aquí. Te vuelves y en paz.

“No. Eso nunca, aunque no caería en deshonra si volviera. Quizá... ¿Quién sabe?”, se dijo una tarde desapacible, harto de buscar. Luego se le saltaron las lágrimas al recordar la olla casera y los mantecados de su tía Basi.

Un compañero de trabajo, viendo cómo aquel muchachote arrastraba los zapatos sin ganas, se interesó por sus males. Ezequiel le puso al corriente de todo. No escondió la tristeza de su mirada, a punto de inundarse.

—Los de los pueblos sois la leche. Venís a comeros el mundo, pero no traéis cuchara. Ganarías una pasta vendiendo cacerolas o cosméticos o Bíblias por las casas, pero si quieres algo rápido, aunque más chungo, vete a Legazpi. Allí puedes ganar cien duros, o más, en dos ratos.

—Y ¿qué hay que hacer? —preguntó Ezequiel, algo incrédulo.

—Descargar camiones, gilí ¿qué va a ser?

Al día siguiente, El Moliendas estaba a las cuatro de la mañana en el mercado de frutas y verduras. Tras muchos regateos, se puso de acuerdo con el señor Crispín, malagueño, con un Pegaso nuevo, lleno a reventar. Nunca había visto tantas uvas blancas: un envase, otro, otro más, muchísimos; sobre un hombro, luego sobre el otro. Perdió la cuenta del pesado trajín entre el ir y venir, del vehículo a la pila, de la pila al vehículo.

A las ocho, según lo pactado, el camión ya estaba vacío, y las quinientas pesetas convenidas, en su poder. Quedaron en verse todos los jueves a la misma hora. Con aquellas perspectivas de continuidad y el dinero en el bolsillo, a Ezequiel ya no le molestaba tanto el humo de los coches; sólo olía a fruta fresca, a verde esperanza. Subiendo por Delicias se besó el puño que apretaba el billete. ¡Bendito billete! Pensó ponerlo en un cuadro de ébano con filigranas barrocas, pero qué va. Él no salió del pueblo para ser coleccionista.

Tan maravillado, no reparó en el dolor de sus brazos, de su espalda. Se dio cuenta en el metro, al sujetarse en la barra del techo. Sintió los mordiscos crueles de las trescientas cajas de moscateles que había descargado. Olvidó enseguida. Miró para arriba y adivinó el cielo a través de los fluorescentes del vagón. Vio que su luna estaba un poco más cerca; y al lado, una estrella, dulce como el arrope, iluminaba sus caminos preferidos.

jueves, 18 de marzo de 2010

TRAGOS DE VIDA

Corrían los años sesenta del pasado siglo XX. Clemente vivía más en el campo que en casa. Próximo a cumplir los setenta, estaba magro, ágil y colorado. Comía chacinas caseras y guisos de patatas y verduras de su huerta. Todo bien regado con vino de pitarra. Por las mañanas salía con su bota grande bien llena, henchida, pero acababa como una pasa y sin forma, por la tarde.

Un día sintió sensación de mareo y pesadez de cabeza. El médico le dijo que dejara el vino y otras bebidas alcohólicas, y que tomara dos o tres litros de agua todos los días. No era muy aficionado Clemente a lo que él llamaba “la mala leche de las tormentas”, que estropeaba tejados y trochas y anegaba las viñas. En fin...

—Habrá que hacer lo que digan los médicos, que pa´eso están —dijo resignado a la esposa, cuando regresó de la consulta, quitándose la chaqueta nueva, que olía a pana desde lejos.

Se familiarizó con las fuentes de los parajes que frecuentaba. Por la mañana bebía en una rodeada de helechos, en una vaguada sombría; su agua, fresca y fina, entraba bien tras la caminata hasta los apriscos. Luego, con los torreznos del almuerzo, se refrescaba en un manantial con sabor a mentas y tomillos. Después de la comida, también de fiambrera, se quitaba la boina y bebía a bruces en la pila de otro venero, en un collado bajo. Antes de beber limpiaba las superficies de tarántulas, salamandras, caracolillos y otros parásitos. Siempre se libraría alguno de esos bichos.

Clemente se puso bien de la cabeza, pero poco después empezó a sentirse mal. Unas veces le dolía el estómago, otras el abdomen y muchos días ambas cosas a la vez. Sin posibilidades en las consultas de los pueblos, el médico diagnosticó gastroenteritis y prescribió dieta blanda: verduras, purés, poco pan, ninguna grasa y, por supuesto, nada de vinos y licores.

Clemente empezó con su régimen, pero cada día estaba peor. Perdió el apetito y mucho peso. Los dolores, cada vez más fuertes, le apartaron del pastoreo y de las viñas, donde laboraba en los ratos libres.

—Es como si algo por dentro me comiera los bandullos —decía el pobre Clemente, pálido, con los ojos inundados, retorciéndose, cuando le apremiaba el dolor.

No hubo otro remedio que hospitalizarle. Los especialistas de digestivo le hicieron todas las pruebas posibles. Dijeron que tenía algo grave, pero no sabían qué. Desestimaron la cirugía porque el mal, localizado en el estómago, cambiaba de forma y lugar a cada instante. Clemente cada vez tenía menos fuerza, estaba más delgado y se le adivinaban los huesos al otro lado de una piel lacia, del color de la pavesa. Gracias a los tratamientos paliativos, disminuyeron los dolores.

En medio de aquella lucha por sobrevivir, llegaron las Navidades. Con la anuencia de sus allegados, los médicos le dieron un alta provisional para que pasara las fiestas en familia. Algunos dijeron que aquello era un paripé para que muriera en su casa. Cuando Clemente se vio en el pueblo, rodeado de familiares y amigos, se animó mucho; tanto que, acompañado, llegó hasta la Plaza Mayor para ver el Belén que habían puesto en los soportales del Ayuntamiento.

La familia pasó la Nochevieja en casa de unos sobrinos, como todos los años. Clemente, sin olvidarse de las pastillas, los parches y las inyecciones, cenó puré de espinacas y pescadilla hervida; para beber, agua embotellada. Nada que ver con el cordero y el cochinillo que devoraron los que estaban buenos, con sus vinos, sus cervezas y todos los caprichos apetecidos. Ante la desolación y el malestar que padecía, decidió irse pronto a descansar. Todos, comprensivos, quisieron acompañarle, pero él, estando en la misma calle, dos números más allá, no aceptó.

Se sintió reconfortado en su caserón, en medio de aquel zaguán-distribuidor, escenario de tantos acontecimientos familiares: las matanzas del cerdo, los bailes de las bodas; las charlas distendidas con los amigos, presididas por la bota, o la botella del orujo, si hacía frío. Sí, recordó aquello, sobre todo la destilación del orujo, saliendo gota a gota del alambique, con aquel olor tan característico a hollejos sudados, a lumbre de pino y encina, a noches en blanco animadas por la ilusión de una vida de regalo y lluvias propicias.

Clemente no lo dudó. Abrió el vasar. Allí estaba su botella de aguardiente, como la dejó días antes. Él no usaba el lenguaje de los médicos, pero los comprendía cuando hablaban. Pensó que en la vida sólo vale lo que se vive, no lo que se deja de vivir. Miró la botella, la cogió con reverencia y la abrió. Olió con fruición su contenido. Pensó que si aquello le hacía tanto daño como decían los médicos, sería el último mal; pero eso estaba por ver. Lo que sí tenía claro era que aquel aguardiente, hecho por él, estaba mucho mejor y le gustaba más que las medicinas, cuyos resultados definitivos tampoco se habían visto. Acarició la botella, se la llevó a los labios y bebió dos tragos, pequeños y con cuidado. Sintió la quemazón de siempre en el gaznate, y le supo más bueno que nunca. Dejó todo como estaba, para que nadie sospechara nada. Pensó que, aunque fuese en secreto, habría otros tientos mientras estuviese en su casa con vida. Animado, se fue a la cama.

No había terminado de quitarse las botas, y el orujo andaría buscando acomodo en las entrañas de Clemente, cuando éste notó que se le movía estómago. Le sobrevino un vómito, luego otro. Se asustó al ver que sangraba de forma abundante por la nariz. Le faltaba la respiración. Llamó a los vecinos; estos hicieron venir a la familia y entre todos acordaron avisar al médico.

Cuando llegó el doctor, Clemente respiraba por la boca, estaba casi asfixiado, seguía sangrando y no hablaba. El médico vio con extrañeza que tenía en la nariz mucha sangre cuajada. Limpió, tiró con cuidado y vio que algo salió y se le enredó en los dedos. Era un ser vivo, con movimientos lentos pero insistentes, como quien huye de un incendio perseguido por las llamas. Clemente empezó a respirar con normalidad. Le dolía la garganta y sentía la nariz irritada, pero estaba tranquilo. El médico identificó al parásito alumbrado como un anélido, que era lo que vulgarmente se conocía como sanguijuela.

A todos les extrañó mucho aquello. El más asombrado fue el médico, que no se explicaba cómo pudo entrar aquel gusano en el cuerpo del paciente, y menos los motivos por los que salió de él. Así se lo hizo saber a todos. Clemente, quedándose dormido, dijo con un hilo de voz: “ya le contaré yo a usté lo dañino que es el agua y los milagros de los aguardientes”. Nadie le oyó. Durmió plácidamente aquella noche, bajo los efectos de los tragos de la vida. Así los llamó él.

Al día siguiente Clemente ya no tenía dolores, sólo algunas molestias que pronto desaparecieron. Todos le trataban como a un personaje de portada. Empezó a comer y a engordar, hasta quedarse como siempre fue. Y, como siempre fue, vivió veinte años más, sin hacer caso a los médicos y regalando aguardiente a sus amigos y seres queridos.
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