jueves, 19 de abril de 2012

REFORMAS PENALES

Una manifestación tiene dimensiones tan amplias como ambiguas.

Cualquier manifestación callejera, por pacífica que sea, altera el orden público. Es en sí misma una excitación con dimensiones tan amplias como ambiguas, y sería bueno que el Gobierno explicara de manera absoluta en qué va a consistir la anunciada reforma penal, con la que amenaza reprimir los cabreos ciudadanos, cada vez más frecuentes.


Bien está que se luche por el orden y se condenen los actos delictivos; todos aplaudiremos, sin dudarlo, cuanto se haga para erradicar el vandalismo. Eso sí, con la ley en la mano, si la hay; y, si no, que la aprueben. Una ley que obligue a los que atentan contra la propiedad privada, bienes públicos y cualquier derecho inherente al ciudadano: por su condición humana, por merecer garantías de seguridad por parte del Estado y porque le amparan los fundamentos constitucionales. Así lo demandamos. No es cuestión de intolerancia, pero molestias, las justas; y privaciones de derechos, ninguna.


Enchironar al maleante es hacer justicia. Algo muy distinto es reducir a quien expresa públicamente su desacuerdo con un sistema injusto e insufrible. Tal objetivo es un disparate propio de totalitarismos obsoletos e indeseables. Antes de castigar a los indignados, habrá que inhabilitar a quienes provocan la indignación con su ineficacia, dilapidando lo que no teníamos, tras desmantelar las estructuras productivas del país. Son los que no se responsabilizan de su mala gestión, después de llevarnos a la maraña en la que estamos, que cada día requiere de hachazos nuevos. Son los que no promulgan leyes que obliguen a los políticos —a ellos mismos— a cumplir con un código mínimo de ética, eficacia, respeto y honradez.


Esa es la reforma penal que todos esperamos. Luego, que concreten eso de las “alteraciones callejeras” y sus penas.

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